Un gallito

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Por Miguel Coletti

Mi padre había improvisado un corral de aves en la azotea de la casa. Maderas viejas se habían juntado al azar por los tiempos de crisis para sustentar un dispensario de carne fresca en el rincón más olvidado de la casa. Un rústico hospedaje para aves separado por clases sociales. En aquellos tiempos de fantasías pre-adolescentes yo imaginaba que mi casa era un barco que surcaba las aguas de un mar tranquilo. No como ahora que siento que ya encallamos y empezamos a hundirnos en la bravura de un remolino. La azotea constituía la extensa cubierta de mi barco, el mirador que me acercaba a esas otras aves que me zumbaban la cabeza, las aéreas e inalcanzables como los alcatraces y piqueros que flotaban hábilmente con sus quejidos atravesando el cielo marino, haciendo escuadras con el rumbo del mar que esperaba mostrando su carnada de peces. Se veía el mar del Callao, la miseria de la barriada próxima rodeada por nubes malignas y las crestas de las olas, reventando su cuerpo de agua sobre los contrafuertes del puerto.

El barrio hervía de bullicio en el verano, los días de sol que coincidentemente eran los domingos, daban ganas de disfrutar la vida. Estos días de verano, los cuerpos de los delincuentes callejeros agitaban las manos y se deshacían de los polos mostrando su piel morena en carne viva y exhibiendo los tatuajes de tinta china realizados con la infinita paciencia del encierro carcelario, el achote falso le colgaba. El tatuaje simbolizaba el recuerdo imborrable del dolor y la venganza permanente sellada en la epidermis. La espuma de la cerveza bajo cero hacía retroceder el calor de sus cuerpos delincuenciales a temperaturas normales.

Los otros meses, que eran la mayoría en el año, andábamos con mucho cuidado por las calles para no resbalar por la fina llovizna. Las calles descansaban, quedaban solitarias, convertidas en amplios pasadizos sin salida, cuadras enteras sin rostros. Los pocos habitantes que desafiaban el frío porteño fumaban y se protegían con gruesas chompas que solo dejaban ver sus ojos fríos. La humedad intensa, por esos días, era causante de enfermedades pulmonares sin remedio.

Entre la madera vieja de caca de ave pegoteada y un profundo olor ácido, se distinguía el color fulgurante del gallito chileno, Cholito, un gallo de plumas coloridas, de pecho dorado, que destacaba del resto por su estampa y aspecto avanzador de pocas pulgas, de paciencia nula, mirada violenta y nerviosa. Su andar ecléctico hacía figurar su temperamento violento -con el cuello que saltaba.

Esta ave, que mi padre respetaba y amaba, era el orgullo del corral, con todas sus atenciones y clasismo implantado a todo el grupo de gallos chuscos que luego de inocular de otras aves a las poderosas gallinas negras y rojas que vivían separadas del resto, pronto perderían su valor y presencia ante la vida e ingresarían a nuestro estómago en forma de bolo alimenticio como carne dura.

Apenas mi padre llegaba de su trabajo en la playa, visitaba el corral y acariciaba el avecilla con un amor desmedido, espantando a los otros y hasta viéndolos con rencor por compartir el “claustro” con ella. Examinaba su cuerpo detenidamente en busca de alguna cicatriz o alguna suciedad. La tomaba por el buche y le daba besos rápidos como picotazos, como si él también fuera un gallo fino, amoroso. Mi Cholito -decía emocionado- pronto cumplirás 18 meses y tendrás que enfrentar la muerte instintivamente. Irás a pelear a la Casa Roja.

Era inmenso el amor que mi padre había desarrollado por el animalito. Tal vez había dirigido sus inmensas penas a un ave que sí le correspondía el cariño ofrecido dejándose acariciar como un ser domesticado. Mi padre había puesto lo mejor de su educación al cuidado del gallito de pelea. Cuidaba de su higiene, limpiaba con sumo cuidado sus excrementos en la división -cárcel dorada- que había hecho en el corral. Parecía venerarlo cuando actuaba sirviente. Respetaba al gallito más que a un humano y veía en el ave a todo un guerrero transfigurado, un gladiador alado que había tomado el cuerpo dorado de un ave celestial.

Casi todos esos meses, antes de la “fuga” del Cholito, mi padre se la pasó dentro del corral como un gallo más, por supuesto, solo como un asistente lacayo menos fino que servía al famoso Cholito.

Había traído a todas sus amistades a ver al gallo, futuros compradores o adversarios del Cholito chileno. Luego que despedía a sus ocasionales amigos bajaba a la casa, donde ya casi no lo veíamos rondar la cocina. Descendía la escalera dando exclamaciones y comentarios sobre la mala vibra reflejada en los ojos de sus interlocutores. He visto su envidia por mi ejemplar. Extrema codicia reflejada en las pupilas de sus ojos. Ya no se puede confiar ni en los amigos y, luego de una corta charla sobre las extrañas costumbres de las aves de corral, abandonaba la mesa donde había interrumpido alguna conversación diferente propuesta por mi madre quien soportaba la locura de mi padre como si fuera algo estacional pero repetitivo en su vida. Él, monotemático, volvía a la azotea.

Cholito, abandonó el corral, su celda dorada, antes de cumplir los 18 meses y ser reclutado por el gallódromo más exclusivo del puerto. La fuga del gallito chileno elegido continúa siendo un misterio en mi mente, pues no existe posibilidad de que abandonara una vida tan confortable. ¿Fue entregado al viento o al mar como sacrificio o fue tragado por la familia secretamente, tal vez sin saberlo, en algún estofado casero para llevarlo eternamente como parte de sí en las entrañas? El gallo chileno escapó de su limpia habitación un día de frío en el Callao. Mi padre no se lamentó y buscó otro pasatiempo al día siguiente. El kikirikí no alcanzó, bello y bravo a enfrentarse con los gallos de estirpe, ni a usar navaja, ni a enterrar el pico, ni a morir ni matar…

16 comentarios en “Un gallito

  1. excelente,fantasioso ,creativo y a la vez nos cuenta la tradición de su barrio y las creencias de su padre. me trae recuerdos por que mi esposo también cría gallos y al igual que su padre un día desapareció su mejor gallo.

  2. Me gustó mucho la historia y me hace recordar al Caballero Carmelo, pero este personaje de la historia simplemente fue un cholito chileno.

  3. De acuerdo con Uds. a mi también me hizo recordar al «Caballero Carmelo», lo bueno de toda esta historia es que no fue sometido a enfrentarse con otros gallitos,ni a usar navaja, ni a enterrar el pico, ni a morir ni matar.

  4. Recordé con esta lectura muy interesante, al «gran JUEZ gallístico Julio » que con cariño y dedicación cuidaba al gallito obsequiado por un amigo, pero uno de esos tantos un gato degranado por el hambre descuidó la jaula mientras Julio iba al gallódromo como juez que tan orgulloso se sentía por este animalito;…. noté la tristeza profunda que marcaba su alma, consolarlo no podía.

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